Entre las antiguas criaturas marinas y las primeras en empezar a caminar en tierra existe una línea evolutiva analizada por Shubin

El avance en el conocimiento del mundo por parte del ser humano no está exento de cierto masoquismo. Por un lado, los descubrimientos astronómicos, desde Galileo a Hubble, y la vanguardia de la astrofísica después, se ocuparon de retirar a la Tierra del centro del universo; más tarde fue el Sol el que fue lanzado a un suburbio de nuestra galaxia, la Vía Láctea, y hoy en día ya sabemos que ni siquiera ésta tiene nada que la haga especial.

Algo parecido ocurrió con el estatus del ser humano. Ya fue difícil encajar que nuestro linaje nos emparentaba con los primates; ahora sabemos que, en realidad, nuestro cuerpo no es más que la evolución de los primeros peces que fueron capaces de abandonar el agua y poner un pie en tierra. Y eso, si no nos ponemos a buscar similitudes con organismos aún más simples, como las medusas o las anémonas, porque también las encontraríamos.

En «Tu pez interior» (Capitán Swing, 2015), el biólogo Neil Shubin nos demuestra que no existe mayor diferencia en la forma en la que un pez forma sus ojos o sus extremidades y en la que se desarrollan en el embrión humano. Un embrión que, en cierta forma, reproduce en un breve lapso de tiempo todo el proceso evolutivo, de organismo unicelular a ser humano completo. La clave residió en el hallazgo, en el 2006 y en el Ártico, de uno de los fósiles más famosos de la historia, el Tiktaalik (nombre inuit que significa «gran pez de agua dulce»). El Tiktaalik tiene 375 millones de años de antigüedad, y su importancia reside en que es el primer pez que tiene cuello; es decir, que puede girar la cabeza independientemente del resto del cuerpo. Ésta es una característica muy útil cuando eres un animal que se tiene que arrastrar por la tierra, pero no especialmente notable si te limitas a ser un pez, porque estos animales giran el cuerpo completo cada vez que quieren mover la cabeza. En definitiva: el Tiktaalik es el eslabón perdido (y ahora hallado) que preparó la conquista de la tierra y el desarrollo del linaje de animales al que, en última instancia, pertenecemos, el fotograma central de la transformación de los peces en anfibios. A partir de aquí comenzó un desarrollo que, aunque fue creando animales cada vez más complejos, comparte un mismo inicio, un origen común.

Así, no es difícil encontrar rasgos fijados en los peces y que han tenido continuidad en nosotros: por ejemplo, se puede rastrear el origen de los huesos de nuestras extremidades (el Tiktaalik hasta tiene ¡una primitiva muñeca!) estudiando las aletas. Y esta similitud no se limita a nosotros: prácticamente todos los animales que les sucedieron comparten una constitución ósea similar en sus extremidades: primero, un hueso; luego, otros dos; y a continuación de éstos, un amasijo de huesecitos que se pueden organizar de muy diversas formas (de la aleta de una ballena a la pata de un caballo, del ala de un murciélago a un brazo humano). Lo mismo ocurre con otros elementos menos evidentes. Por ejemplo, los últimos estudios demuestran que los pequeños huesos que constituyen nuestro oído interno proceden de la evolución de piezas de la mandíbula de los peces (en el caso del estribo) o de los reptiles y primeros mamíferos (en los del martillo y el yunque). O nuestros dientes, surgidos de la evolución de unas piezas que, en el caso de los primitivos peces ostracodermos, cubrían su cabeza con una especie de escudo óseo repleto de minúsculos relieves.

La herramienta básica para desentrañar estas relaciones ha sido la revolución genética, que está permitiendo conocer cómo los embriones son capaces de «construir» los cuerpos a partir de una primera célula. Hoy estamos empezando a comprender cómo se transmiten las instrucciones, y descubrimos que prácticamente todos los seres vivos compartimos unos genes especiales que son los encargados de dar la forma adecuada a cada uno de nuestros órganos. Así, cuando el material genético encargado de generar el ojo de un pollo se inserta en el embrión de una mosca, el primero comienza a construir ¡ojos de mosca! Es decir, que nuestro material genético tiene almacenada las instrucciones para construir cualquier tipo de órgano que exista en la naturaleza; el mecanismo que hace que sea uno de ellos y no otro es lo que estamos empezando a entender ahora.

De hecho, hay un «plan corporal» que no ha cambiado desde los tiempos de los peces. Un plan que dicta que, tanto ellos como nosotros, debemos tener dos extremos, uno en el que se sitúa la cabeza, y otro en el que se sitúa el ano; o que tenemos extremidades superiores e inferiores, o una región central que acumula la mayor parte de nuestros órganos. Un plan que se repite en la mayor parte de los animales; los genes que establecen cómo se construye el cuerpo de la mosca de la fruta son muy similares a los que se activan en los embriones humanos. Pero es que aún podemos ir más allá, hasta un ser tan primitivo y tan distinto a nosotros como la anémona: también aquí aparece una primitiva configuración parte superior-parte central-parte inferior dictada genéticamente de manera muy similar a la nuestra.

Esta similitud se manifiesta, incluso, en nuestros defectos evolutivos. De la misma forma en que mantenemos un apéndice que no cumple ninguna función (aparte de la de matarnos cuando se dan las peores circunstancias), nuestro cuerpo está lleno de derivaciones de constituciones de peces o anfibios que han tenido un mal encaje al desarrollarse nuestra forma actual de humanos.

Así, nervios que, en el caso de los peces, tenían que recorrer un espacio muy pequeño, en el caso de los mamíferos superiores se ven extendidos de manera innecesaria por el cuerpo, dando vueltas y revueltas. Y lo mismo cabe decir de algunos reflejos que conservamos, y que nos son totalmente inútiles, e incluso molestos. Tal es el caso del hipo, un auténtico reflejo fósil que reproduce la forma en la que respiran los renacuajos, quienes hacen que el agua pase por un conducto, mientras que la glotis se cierra para impedir que ésta siga su camino hacia el interior del cuerpo (ese cierre violento de la glotis es el que produce el «hip» característico, mientras que la sacudida del diafragma y los músculos del pecho son el eco de cómo el renacuajo conduce el agua a través de su conducto). Lo más importante es la enorme trascendencia que todos estos descubrimientos tendrán en nuestro futuro cercano. Como dice Shubin, «no soy capaz de imaginar muchas cosas más hermosas o intelectualmente profundas que encontrar el fundamento de nuestra condición humana y los remedios para muchas de las enfermedades que padecemos, y verlas agazapadas en el interior de algunas de las criaturas más humildes que han habitado en toda la historia de nuestro planeta».

El precio de haber tenido aletas

La vertiginosa (en términos geológicos) evolución de nuestro cuerpo ha hecho que arrastremos ciertos «defectos de diseño». Éstos son, según Shubin, algunos:

– Obesidad, enfermedades cardiovasculares y hemorroides. Estamos perfectamente diseñados para la vida activa de un cazador-recolector, pero actualmente muchos de nosotros pasamos mucho tiempo sentados, y nuestro modo de vida es eminentemente sedentario. Y nuestro cuerpo, simplemente, no está hecho para eso.

– Peligro de ahogos. El lenguaje ha sido la principal herramienta que nos ha permitido dominar el mundo, pero desarrollar órganos que nos permitan hablar tiene un alto coste: la relajación de los músculos de la garganta puede provocar apnea del sueño, y compartir ­conducto con la respiración y la deglución puede causar situaciones de asfixia.

– El hipo. Esta reacción automática es un reflejo fósil que aún permanece en nuestro sistema nervioso de cuando éramos renacuajos, pues reproduce exactamente la forma de respirar de éstos.

– Las hernias. En los tiburones (y en las primeras fases del embrión), los testículos se encuentran en la zona pectoral, tras el hígado. En los seres humanos, se han desplazado hasta un saco que sale fuera de la pared corporal, cuya resistencia queda debilitada, razón tras la que se encuentran las dolorosísimas hernias inguinales.

– Las enfermedades mitocondriales. Las mitocondrias de nuestras células son fundamentales para muchos procesos de nuestro organismo, y su mal funcionamiento puede producir una enorme lista de enfermedades. Hoy sabemos que las mitocondrias evolucionaron a partir de antiquísimos microbios, antes de convertirse en parte de una célula mayor. Por eso, numerosas investigaciones abiertas hoy en día en animales inferiores a nosotros (moscas, gusanos, e incluso la levadura), pueden acabar descubriendo qué produce el mal funcionamiento de esos antiguos microbios, y abrir una puerta a su curación.

Ficha

«Tu pez interior»

Neil Shubin

Capitán Swing

272 páginas,

18,75 euros

Fuente: Miguel Ángel Delgado. La Razón

 

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