Laura J. Snyder examina las vidas de Vermeer y Van Leeuwenhoek uniendo arte y ciencia en una búsqueda común: el conocimiento más allá de la simple vista

 

‘Oficial y muchacha sonriendo’, de Johannes Vermeer.

En la misma ciudad, a una distancia de unos pocos minutos, dos hombres que se cruzarían a diario por la calle viven entregados a dos búsquedas distintas, recluidos durante muchas horas en habitaciones con los postigos unas veces entornados y otras cerrados por completo, de modo que solo las alumbra un hilo de luz, o de noche una candela encendida. Los dos nacieron el mismo año, con una diferencia de días, y fueron bautizados en la misma iglesia cercana, en esa ciudad de Delft que tenía entonces alrededor de 20.000 habitantes: una ciudad de provincia tranquila y laboriosa, en la gran época de la prosperidad holandesa del siglo XVII, cuando se estaban inventando y poniendo en práctica algunos de los valores supremos de la vida moderna, la tolerancia religiosa, el pluralismo político, el pragmatismo, la disposición para el acuerdo, la higiene pública, el examen atento del mundo natural.

Los dos comparten la pasión de mirar, de ver las cosas como son, tal como se revelan a una observación perseverante: no las cosas imaginarias o lejanas, las abstracciones de la filosofía o de la teología, ni los lugares prestigiosamente exóticos, sino lo más próximo, lo que pertenece a la escala de lo doméstico y hasta de lo trivial. Los dos tienen en común una fascinación por los nuevos instrumentos ópticos que están llevando la mirada más lejos de lo que ha ido nunca hasta ahora: los teles­copios que aproximan las órbitas de los planetas y los valles y las montañas de la Luna; los aparatos inversos, para los que acaba de inventarse el nombre de microscopios, que permiten distinguir los ojos poliédricos de una mosca, la pata de una pulga, la anatomía repelente de un piojo, más monstruoso que las gárgolas esculpidas en los capiteles de las iglesias antiguas.

Johannes Vermeer y Anton van Leeuwenhoek no podían dejar de encontrarse a diario en las calles de Delft, en la gran plaza cerca de la cual vivían los dos. Como comerciante, Van Leeuwenhoek se había acostumbrado a usar una lente de aumento que le permitía apreciar la calidad y la trama de una tela. Vermeer pintaba con una exactitud tan meticulosa en los detalles que es muy probable que se ayudara con espejos, y hasta quizás con una cámara oscura, que incluiría un diafragma y una lente muy bien pulida. En el interior de la cámara oscura el rayo de luz filtrado por el diafragma e intensificado por la lente proyecta una imagen perfecta de la realidad exterior.

El pulido de lentes y los estudios de óptica estaban permitiendo un conocimiento por primera vez riguroso y empírico de los procesos de la visión. Las lentes del telescopio que Galileo había enfocado hacia la Luna y luego hacia Júpiter habían sido fabricadas en Holanda. La edad de oro de la pintura de lo cotidiano y real es también la del comienzo del método científico. Al esquematismo geométrico de la perspectiva italiana los pintores holandeses le oponen una percepción a la vez más sutil y más inmediata, que tiene en cuenta las distorsiones naturales de la mirada y las veladuras de la atmósfera. Frente a los dogmas del aristotelismo y las especulaciones de la razón abstracta, a la manera de Descartes, los filósofos naturales, que aún tardarán casi dos siglos en llamarse científicos, vindican la observación directa y la comprobación experimental.Expulsado por hereje de la comunidad judía, Baruch Spinoza se gana la vida en La Haya puliendo lentes: nada mejor que la lucidez afilada por cristales de aumento como antídoto de la ortodoxia religiosa.

Parece que nadie antes que Vermeer captó con tal clarividencia los tesoros que caben en una simple habitación iluminada.

Todo sucede muy cerca, en una topografía de escala holandesa. Spinoza es coe­táneo exacto de Van Leeuwenhoek y de Vermeer. El protector que acoge a Spinoza en su exilio y le asegura la subsistencia encargándole lentes es Constantijn Huygens, un erudito, poeta, diplomático, filósofo natural, que está familiarizado con el funcionamiento de la cámara oscura y que también conoce a Van Leeuwenhoek y a Vermeer, a quien ha visitado en su estudio. Muchos de estos vínculos eran ya familiares para los aficionados a la pintura holandesa, que suelen, o solemos, compartir también una simpatía casi militante por la cultura particular de ese país en ese siglo, su atmósfera cívica de libertad y comercio, de sentido común y disfrute de la vida, tan duradera y tan saludable que sigue respirándose hoy mismo, muy mejorada por la tecnología, la democracia y el Estado de bienestar. Ahora he vuelto a sumergirme en todo ese mundo holandés porque estoy leyendo un libro magnífico de la historiadora Laura J. Snyder, Eye of the Beholder, que tiene el mérito de examinar juntas las vidas de Vermeer y de Leeuwenhoek, y por lo tanto los dos campos que suelen estudiarse por separado, la historia del arte y la de la ciencia, unidas en una búsqueda común, la del conocimiento a través de la mirada y más allá de lo que los ojos distinguen a simple vista.

Parece que nadie antes que Vermeer captó con tal clarividencia los tesoros que caben en una simple habitación iluminada por una ventana lateral. Y desde luego nadie había visto lo que hacia 1670 empezó a ver Anton van Leeuwenhoek en su microscopio: los millares de criaturas vivientes que se agitaban en una sola gota de agua, las placas redondas y rojas que dan color a la sangre, los organismos veloces que nadan en el semen, agitando como peces el filamento de la cola. Vermeer podía enfocar todo su talento en el detalle del hueco de un clavo en una pared de yeso, en la luz gris de una mañana de invierno. A la distancia de una calle, Van Leeuwenhoek se convertía en el investigador y el experimentador de su propio cuerpo y de su vida doméstica. Se miraba en el espejo y veía algo de sarro entre los dientes y lo examinaba de inmediato, descubriendo con asombro y espanto que en la boca de una sola persona podían agitarse más organismos vivos que ciudadanos atareados en la gran plaza de Delft. Compró un ojo de ballena conservado en coñac y estudió cada uno de sus componentes. Recién cumplido vigorosamente su débito conyugal, recogía una muestra de semen para observar de inmediato en el microscopio los espermatozoides vivos.

Vivió hasta los 91 años, y aun en plena agonía estudiaba los síntomas para comunicarlos en una carta a la Royal Society de Londres. Por entonces, su antiguo vecino Vermeer llevaba muchos años enterrado. Había muerto a los 43, de un ataque al corazón, sumiéndose, tras la pobreza de sus últimos años, en una oscuridad póstuma de la que sólo empezó a salir hacia los finales del siglo XIX. Fue Proust, otro héroe del arte de la observación adivinatoria, quien le devolvió su sitio en la historia del arte.

Van Leeuwenhoek nunca ha perdido el suyo en la de la ciencia. Mucho más larga que la de Vermeer, su vida fue más próspera, y probablemente más feliz. Entre las dos queda un gran espacio en blanco, ante el que también se rinde la erudición de Laura J. Snyder: no hay un solo indicio de que Vermeer usara una cámara oscura; tampoco existe ningún testimonio que pruebe que él y Van Leeuwenhoek, vecinos casi puerta con puerta, llegaran a conocerse, tuvieran alguna relación.

Eye of the Beholder. Johannes Vermeer, Antoni van Leeuwenhoek, and the Reinvention of Seeing. Laura J. Snyder. W. W. Norton & Company. Nueva York, 2015. 448 páginas. 21,80 euros.

Fuente: Antonio Muñoz Molina. El País

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