La ciencia y las humanidades en obras de Frisch, Jünger, Lodge, McEwan y Powers

 

El físico y escritor inglés Charles Percy Snow (1905-1980) preguntó en alguna ocasión a representantes de la llamada «cultura tradicional» –para él, humanística o de letras– si alguien le podía explicar la segunda ley de la termodinámica. La respuesta era siempre fría y negativa. Snow consideraba que la pregunta equivalía a pedir a un científico si había leído alguna obra de Shakespeare.

En la prueba inversa, haciendo una encuesta a científicos e ingenieros británicos, Snow no había tenido mucha más suerte. Algunos –pocos– habían leído mucha literatura, pero la mayoría respondía que habían «intentado leer algo de Dickens». Snow se escandalizaba: lo habían intentado, «como si Dickens fuera un escritor increíblemente esotérico, complicado y poco legible».

Los ejemplos se encuentran en el texto que leyó en la conferencia Rede de 1959 –las conferencias Rede son lecturas públicas que se hacen una vez al año en la Universidad de Cambridge y que llevan el nombre de Sir Robert Rede, un importante jurista británico muerto en 1519. Snow la tituló Las dos culturas y la revolución científica y la primera parte del título hizo fortuna. Así, a menudo se habla de las dos culturas –la científica y la humanística–, que, según lamentaba Snow, estaban muy alejadas y separadas por una especie de muro que dificultaba la comunicación entre los integrantes de cada una.

Snow iba mucho más allá de la denuncia de esta separación y de sus tesis se extraía la idea de una mayor importancia de la cultura científica, ignorada o menospreciada por los literatos y sin suficiente peso en el sistema educativo británico de la época. Eso le hacía pronosticar un importante retraso del país si no se tomaban rápidamente medidas. Al mismo tiempo, se lamentaba del poco interés de los humanistas por la ciencia y la tecnología y los calificaba, literalmente, de luditas –nombre dado a los trabajadores ingleses del textil que en el siglo xix se oponían violentamente a la instalación de máquinas que, decían, quitaban puestos de trabajo. Snow llamaba así a los humanistas porque según él no habían querido nunca comprender –ni tan siquiera aceptar– la revolución industrial.

Snow denunciaba un grave problema de comunicación y lo hacía con un pie en cada bando. Se había dedicado a la espectroscopia, pero siempre había querido ser novelista. Y lo consiguió: publicó más de una docena de novelas. Con todo, quizá en su conferencia, y a pesar de ofrecer planteamientos interesantes y algunos incluso muy evidentes, no recurrió a un estilo más moderado, lo que le habría reportado más aceptación.

Aun así, abrió un debate que aún perdura. Y tuvo la «suerte» de ser respondido en 1962 por el influyente crítico y profesor Frank Raymond Leavis (1895-1978), quien tituló su conferencia Richmond de 1962 Two Cultures? The Significance of C. P. Snow –las conferencias Richmond son unas sesiones anuales que se celebran en Cambridge y que llevan el nombre del almirante Herbert Richmond (1871-1946). En la conferencia –publicada poco después en la revista The Spectator y al año siguiente en forma de libro– Leavis dedicaba más espacio a atacar al científico-novelista que a dar argumentos en contra de sus tesis. Leavis hacía, sin duda, otra aportación interesante al debate, pero les dudas sobre el nivel de Snow –«no solo no es un genio, sino que es intelectualmente tan mediocre como se pueda ser»– y la contundencia de sus juicios le valieron una querella y tuvo que hacer frente a una indemnización. Estos ataques favorecieron a Snow, que ganó las simpatías que despiertan las víctimas de ataques desproporcionados.

Si Snow había sido poco diplomático en la conferencia de 1959, Leavis lanzó piedras contra su propia tesis, que afirmaba la superioridad de la literatura para estudiar y comprender los valores humanos. De hecho, era una demostración práctica de lo contrario: todo su brillante bagaje literario no le había servido para medir el alcance que tendrían sus palabras. Con todo, era poco discutible su denuncia de que la medida del progreso no se podía basar, simplemente, en las mejoras tecnológicas.

El debate tenía un precedente histórico. Lo habían mantenido el naturalista Thomas Henry Huxley (1825-1895) y el poeta, educador y ensayista Matthew Arnold (1822-1888). Las intervenciones de ambos sobre el tema se produjeron en varias ocasiones, pero se pueden destacar básicamente la conferencia Ciencia y cultura que dictó Huxley el 1 de octubre de 1880 en la inauguración del Sir Josiah Mason’s Science College y la conferencia Rede –curiosa coincidencia con Snow– que pronunció Arnold el 14 de junio de 1882, titulada Literatura y ciencia. Esta última fue revisada y difundida después en una gira del autor por los Estados Unidos. La relación y el debate entre ambos fueron mucho más amistosos y educados que en el caso de Snow y Leavis, y cada uno defendió su campo, pero mostrando respeto e interés también por el otro.

Huxley y Arnold, como probablemente la mayoría de sus colegas en aquella época, estaban menos distantes que Snow y Leavis y sus compañeros de profesión casi un siglo después. El debate entre estos dos últimos autores parecía dar la razón al primero sobre la existencia de muros infranqueables que separaban a científicos y humanistas. Por suerte, había también personas capaces de sortearlos, aunque fuera de manera crítica.

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FRISCH Y JUNGER, ANTES DE SNOW

Dos años antes de la conferencia de Snow, el suizo Max Frisch (1911-1991) publicaba la novela Homo faber. El protagonista es Walter Faber, un ingeniero que trabaja para la Unesco en proyectos para países en desarrollo. El título de la novela juega con el apellido del personaje y con el apelativo que le dedicaba su exmujer.

El sobrenombre encaja bien con Walter Faber, el tecnólogo que no puede vivir sin la técnica y que parece saberlo todo al dedillo. No cree en el azar ni en la providencia y se guía siempre por la racionalidad y la objetividad. Pero Frisch –que además de escritor era arquitecto y, por tanto, tenía también bastante de tecnólogo– le prepara un argumento que lo enfrenta de lleno ante sus contradicciones. El azar modifica totalmente sus planes y lo lleva a conocer episodios que ignoraba totalmente sobre su propio pasado.

Frisch presenta un modelo exagerado de tecnólogo y lo pone en situaciones límite. Él está acostumbrado «a ver las cosas tal como son» y no consigue «sentir nada semejante a la eternidad». Esta visión del tiempo es uno de los puntos que lo enfrenta a su ex mujer. Esta, Hanna, considera que la técnica es un artificio para suprimir el mundo como resistencia, «por ejemplo reduciendo el tiempo para que no lo tengamos que vivir». El error de los técnicos, dice, es intentar vivir sin la muerte. Por eso no tienen relación con el tiempo. Faber cambia al final. Los hechos tan desgarradores vividos lo llevan a reconocer que «nuestro oficio es conducir un burro […] a algún lugar, pero, sobre todo, resistir ante la luz, la alegría». Hay que «resistir al tiempo, a la eternidad en un instante. Ser eterno: haber estado».

A Faber los hechos le despiertan esta sensibilidad. Pero la imagen de desinterés cultural puede jugar también en contra de los otros personajes, que a su vez muestran un gran desconocimiento en muchos campos. Faber no ha visitado nunca el Louvre, pero la chica que conoce en el barco no ha oído nunca hablar de la entropía ni sabe nada de cibernética. Por lo menos, escucha con atención sus explicaciones y parece captarlas en seguida. El muro que rodea a Faber no es el único que tiene que caer.

El debate no es tan enconado como el que se produce en Gläserne Bienen(“Abejas de cristal”), publicada también en 1957 por el alemán Ernst Jünger. La novela, plena de ironía, retrata un mundo mecanizado donde una de las grandes fortunas corresponde a Giacomo Zapparoni, un fabricante de robots que vende sus máquinas «para todas las finalidades imaginables» y que fabrica en serie o por encargo. Su especialidad son los robots diminutos, en lo que parece una anticipación de los «nanorobots» basados en la nanotecnología. Frente a Zapparoni se sitúa Lorenz, antiguo oficial de caballería que tenía una idea fija: «las máquinas eran el origen de todos los males. Quería volar las fábricas, redistribuir la tierra y convertir el país en un imperio rural. Así todos vivirían sanos. Felices y en paz».

 

 

 

14ab-79English PEN
David Lodge expone en su ensayo La conciencia y la novela que la literatura «es un registro de la conciencia humana: de hecho, el más rico y exhaustivo que conocemos». Pero al mismo tiempo reconoce la importancia de los avances científicos y sus repercusiones.
 

 

 

LODGE Y POWERS: EL CEREBRO, A DEBATE

Hay otras obras que, más recientemente, han confrontado dos personajes de ámbitos diferentes, con características menos distantes que las de Zapparoni y Lorenz. Curiosamente, el científico o tecnólogo suele ser un hombre y la humanista o literata, una mujer. El londinense David Lodge lo ha hecho en dos novelas. EnBuen trabajo el conflicto se produce entre Robyn Penrose, una profesora de literatura, y Vic Wilcox, hombre de negocios de mediana edad. Este segundo aboga por una educación útil, mientras que la profesora cree que se tiene que centrar en ideas y sentimientos. Para Wilcox, el único criterio para evaluar la enseñanza tiene que ser el dinero que se gana en relación al tiempo y la energía empleados. Penrose se decanta por el buen trabajo –o trabajo agradable, como reza el título– que tenga sentido y sea gratificante.

El debate se amplifica en la novela de 2001 Thinks… El título parece una referencia a esos pensamientos íntimos que no trascienden, ejemplificados, como dice uno de los dos protagonistas, en los bocadillos que revelan los pensamientos de los personajes en los cómics y que se diferencian de los que muestran lo que los personajes dicen en voz alta.

Aquí el encuentro se produce entre Ralph Messenger, director del Centro de Estudios Cognitivos, un científico casado pero flirteador, amante del dinero y la fama, y Helen Reed, una atractiva escritora que ha enviudado recientemente. La acción transcurre en la inexistente Universidad de Gloucester, donde los edificios de Ciencias y de Letras, separados por un amplio espacio que se pensaba ir llenando con la ampliación del centro universitario, se han convertido en «una alegoría arquitectónica de las dos culturas».

Los diálogos dan lugar a debates sobre temas muy diversos, pero a menudo, debido al trabajo de Messenger, se centran en la conciencia y en la consideración de la mente humana como un elemento complejo, pero explicable de manera racional.

Reed escucha con interés las explicaciones, pero siempre ha creído que «la conciencia es la provincia de las artes, especialmente la literatura y más especialmente la novela» y lamenta que «la ciencia haya metido las narices en este asunto, mi asunto». Cuando Messenger la invita a participar en una conferencia interdisciplinaria, Reed asegura, en su intervención, que «la ficción es una herramienta irreemplazable del autoconocimiento humano».

La tesis que Lodge pone en boca de Reed coincide con la que el propio escritor expondría en el ensayo publicado en 2002, La conciencia y la novela, elaborado aprovechando la exhaustiva documentación que utilizó para Pensamientos secretos La literatura, asegura el escritor inglés, «es un registro de la conciencia humana: de hecho, el más rico y exhaustivo que conocemos». Pero una cosa no quita la otra y Lodge reconoce en el prefacio que la idea de la novela le vino por el descubrimiento de que la conciencia se había convertido en «un tema de rabiosa actualidad para las ciencias, con una serie de repercusiones que dan mucho que pensar a todos los que mantengan, sobre la naturaleza humana, suposiciones que se hayan formado a partir de tradiciones religiosas, humanistas y literarias». La complementariedad de los enfoques en la exposición de Lodge conforma un interesante y enriquecedor puente entre las dos culturas.

En su ensayo, Lodge dedica unas cuantas páginas a la novela de 1995 Galatea 2.2, del norteamericano Richard Powers. El narrador se llama también Richard Powers. Es un escritor que ha tenido cierta fama con sus primeras novelas, una de las cuales presenta un trasfondo científico. Después de vivir en los Países Bajos, vuelve a los Estados Unidos para disfrutar de una estancia como profesor visitante en el inmenso y bien dotado Centro para el Estudio de las Ciencias Avanzadas, donde él será «el humanista simbólico».

Allá conoce a Philip Lentz, que estudia la conciencia por una especie de camino del medio que combina la inteligencia artificial pura y las neurociencias: trabaja en redes neuronales. Lentz apuesta que será capaz de construir una red neuronal que aprobará un examen como el que Powers había tenido que pasar para conseguir la licenciatura en Lengua y Literatura. Se trataba de una lista de seis páginas de textos en los que los alumnos tenían que identificar autor, obra, localización y significado.

Tras varias etapas, la red es incapaz de superar el examen. La tesis final de Powers parece ser la imposibilidad de conseguir que aquel sistema informático asumiese también la trascendencia, que conociese cómo el cuerpo humano «aprendía a entender el tiempo y lo que hay más allá del tiempo». A incorporar un cierto misticismo, en definitiva.

 

 

 

 

 

 

 

15ab-79Chris Boland
El inglés Ian McEwan es quizá el escritor actual que, junto a Richard Powers, más ha hecho para derruir el muro descrito por Snow. Su novela Solar trata en tono en buena parte humorístico sobre un premio Nobel de Física, Michael Beard, inicialmente escéptico frente al cambio climático, que ve pronto en este fenómeno una manera de volver al primer plan y de obtener unos buenos beneficios económicos gracias a un sistema para producir energía limpia.

MCEWAN: EL LITERATO MÁS CIENTÍFICO

Dejando aparte las máquinas, pero no la mente y la conciencia, encontramos al inglés Ian McEwan, quizá el escritor actual que, junto a Powers, más ha hecho para derruir el muro descrito por Snow. La ciencia se hace muy presente en sus novelas. Uno de los mejores ejemplos es Amor perdurable, publicada en 1997, donde también se produce la confrontación entre el científico racionalista y la mujer de letras. Joe Rose es un físico que dejó de lado la posibilidad de hacer una tesis en electrodinámica cuántica para montar un negocio con un compañero. Cuando fracasa, es demasiado tarde para reanudar la carrera de investigador y se dedica a la divulgación científica.

Joe está casado con Clarisa, una estudiosa de Keats que busca en cartas, notas o en libros antiguos cualquier detalle que le permita conocer mejor determinados pensamientos, motivaciones o vivencias del poeta. McEwan confronta los dos personajes en determinados temas, como las emociones. Joe piensa que Keats era «un genio, sin duda, pero también un oscurantista que había considerado que la ciencia robaba ilusión al mundo». Joe cita a Darwin y a sus estudios sobre las emociones en los animales y en el hombre. Clarisa no ve de ningún interés lo que pudiese decir un zoólogo sobre la sonrisa de un niño, porque «la verdad de esa sonrisa estaba en los ojos y el corazón del progenitor, así como en el amor que se iba desarrollando y que tan solo tenía sentido a través del tiempo».

Pero Joe no discute de estos temas solo con Clarisa. Le persigue un enfermo obsesivo, Jed, que sufre el síndrome de Clérambault. Esta afección lleva el nombre del psiquiatra francés Gaëtan de Clérambault (1872-1934) y se denomina tambiénerotomanía.

Jed está enamorado de Joe y está seguro de que este le corresponde y que le envía mensajes en clave. Pero Jed tiene un añadido: es un fundamentalista religioso convencido de que unirse a Joe y apartarlo del racionalismo es la misión que Dios le ha encomendado. En sus cartas, Jed le reprocha que tenga una visión cientificista. No soporta la seguridad con la que Joe habla de estos temas: «Nunca hay un momento de duda o vacilación, de admisión de la ignorancia. Todo lo planteas con la verdad de última hora sobre bacterias, partículas, agricultura, insectos, anillos de Saturno, armonía musical, teoría del riesgo y migración de aves…».

Si Max Frisch había elegido un caso extremo de tecnólogo, McEwan pone en el bando de la estudiosa de Keats un personaje que por su enfermedad psíquica no puede ser representativo del antirracionalista argumentado. Pero el choque a tres bandas no deja de ser curioso.

McEwan volvió a recurrir a la ciencia en Sábado, que narra un día en la vida del neurocirujano Henry Perowne, con el trasfondo de las protestas contra la guerra de Iraq de febrero del 2003.

Perowne, como otros personajes, es el científico sin sentimientos: «[…] es consciente de su incapacidad de sentir compasión. La experiencia clínica le dejó hace mucho tiempo sin esta capacidad.» Una práctica que incluye delicadas intervenciones quirúrgicas que McEwan describe con detalle y un rico vocabulario científico, tras haberse documentado y haber presenciado unas cuantas para hacer la novela. Es este trabajo preciso con el cerebro y los nervios la cualidad que ha alejado a Perowne de la fantasía: «Un hombre que intenta reducir las miserias de mentes defectuosas reparando cerebros no tiene más remedio que respetar el mundo material, sus límites y lo que puede contener: la conciencia. Nada más.»

Por eso rechaza las ficciones con elementos sobrenaturales, que considera fruto de una imaginación insuficiente: «Cuando puede pasar de todo, nada tiene demasiada importancia.»

En eso, autor y personaje parecen coincidir, cuando menos en parte. McEwan decía en una entrevista, al ser preguntado si la ciencia le ayudaba en sus tramas: «Totalmente. Creo que una de las razones por las que encuentro aburridas muchas novelas es porque tratan solo de las emociones; no tienen suficiente inteligencia muscular. Me gustan las novelas que ofrecen ambas cosas.»

De hecho, McEwan es muy duro con sus colegas de letras. En otra entrevista afirmaba: «Las carreras humanísticas tienen un punto innegable de arrogancia, porque esquivan enfrentarse con las auténticas dificultades intelectuales con las que tienen que bregar diariamente los científicos.» O también: «todo el mundo que tenga una inteligencia media puede hacer una carrera de letras.»

La ciencia lo ayuda a elaborar reflexiones. Su penúltima novela, Solar, de 2010, trata de forma en buena parte humorística sobre un premio Nobel de Física, Michael Beard, dedicado, básicamente, a sacar jugo crematístico al galardón y a hacer conquistas entre el sexo femenino. Beard, inicialmente escéptico frente al cambio climático, ve pronto en este fenómeno una forma de volver al primer plan y de obtener unos buenos beneficios económicos gracias a un sistema para producir energía de forma limpia. McEwan aprovecha algún debate para ironizar sobre el posmaterialismo o el feminismo radical.

Al autor inglés el fenómeno del cambio climático le sirve para explorar la naturaleza humana, ya que el calentamiento del planeta y sus efectos, decía en una de las entrevistas, chocan con nuestra naturaleza: no estamos acostumbrados a pensar en escalas de tiempo muy largas ni en hacer favores a gente que aún no ha nacido –por ejemplo, tomando medidas para paliar el cambio climático y evitar que tenga efectos catastróficos a mediados o finales de siglo. Así, los motivos científicos se convierten en mucho más que un aditivo para hacer más apasionantes o curiosas las historias: mueven a pensar en paradojas que se encuentra el ser humano y que quizá nunca se había planteado. Introducirlos en la novela es una buena respuesta para dejar patente la complementariedad de las dos culturas.

 

 

 

 

 

 

Bibliografía
Cartwright, J. H. y B. Baker, 2005. Literature and Science. Social Impact and Interaction. ABC-CLIO. Santa Barbara, California.
Frisch, M., 1994. Homo Faber. Edicions 62. Barcelona.
Griggs, J., 2010. «Ian McEwan: Mr. Sunshine». New Scientist, 31 de marzo de 2010.
Jünger, E., 1995. Abejas de cristal. Alianza. Madrid.
Leavis, F.R., 1963. Two Cultures? The Significance of C. P. Snow. Pantheon Books. Nueva York.
Lodge, D., 1990. Bona feina. Eumo. Vic.
Lodge, D., 2002. Pensamientos secretos. Anagrama. Barcelona.
Lodge, D., 2004. La conciencia y la novela. Península. Barcelona.
McEwan, I., 1998. Amor perdurable. Destino. Barcelona.
McEwan, I., 2005. Dissabte. Empúries. Barcelona.
McEwan, I., 2011. Solar. Empúries. Barcelona.
Nopca, J., 2011. Entrevista a Ian McEwan. Ara, 24 de marzo.
Powers, R., 1997. Galatea 2.2. Random House Mondadori. Barcelona.
Snow, C.P., 1965. Les dues cultures i la revolució científica. Edicions 62. Barcelona.

Fuente: Xavier Duran. Periodista científico. Director del programa El Medi Ambient de TV3, Barcelona.
© Mètode 79, Otoño 2013.

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