En su ensayo «Nietzsche y la música», Blas Matamoro analiza las huellas que el universo de los sonidos dejó en el pensamiento y en la vida del filósofo alemán, empezando por la relación de amor y odio que mantuvo con Wagner

La música fue un elemento central en el pensamiento y en la vida de Nietzsche. «Sin la música, la vida sería un error», escribía el filósofo. Sin la música, tampoco sería posible pensar en Nietzsche. Schopenhauer había afirmado que la música levantaba el velo de las apariencias y expresaba la íntima esencia del mundo, rompiendo las ficciones de la vida individual y del tiempo histórico. En El nacimiento de la tragedia, un texto tan excéntrico que empieza como un ensayo de filología clásica pero incluye la apología de un compositor contemporáneo, Nietzsche retoma a Schopenhauer y sube la apuesta al vincular la música con el origen de lo trágico y con la expresión de lo dionisíaco, ese impulso vital y físico que trasciende la dimensión verbal y temporal así como el pensamiento analítico para fomentar la regresión del individuo al Uno primordial y su disolución en el devenir cíclico de la Naturaleza.

Nietzsche vio en la música de Wagner el revivir de este espíritu. Sin embargo, tanto fervor mudó pronto en desilusión. Si el Tristán le había entusiasmado, las óperas siguientes determinaron una progresiva inversión de tendencia que se tornó en ruptura, primero, y en odio visceral más tarde. A Wagner achacará finalmente Nietzsche los defectos de lo alemán: pesadez, gesticulación hueca y altisonante y ampulosidad.

«Wagner es una enfermedad –apostillaría el filósofo con su acostumbrada virulencia–. Contamina todo lo que toca». Pero había un antídoto y Nietzsche lo encontró en la Carmende Bizet. La luz del Mediterráneo contra las brumas del Norte, lo corpóreo contra lo razonable. La música de Carmen, sus ritmos, sus melodías, encarnan la ligereza, la sensualidad, la fisicidad, la inmediatez… Con Carmen Bizet no sólo salva la música, nos salva a todos.

La polarización en torno a Wagner y Bizet no agota la reflexión deNietzsche sobre la música y los músicos. Sus escritos ofrecen un goteo constante, aunque no sistemático, de observaciones. Bach, por ejemplo, es el músico de la armonía cósmica pero también de la Iglesia; Beethoven es admirable por no pertenecer a escuelas; Schubert se aproxima a su músico ideal; Chopin es el último músico en percibir y adorar la belleza; con Mendelssohn es benigno, todo lo contrario que con Schumann; de Rossini destaca su «pletórica animalidad»; Brahms tiene las papeletas para ser el anti-Wagner pero, tras el interés inicial, Nietzsche le despacha como otro producto más del decadente espíritu alemán. No hay que esperar en estas opiniones un diseño crítico orgánico y coherente. Nietzsche juzga con el estómago: para él, la estética no es más que fisiología aplicada, es decir, la mala música intoxica y la buena música fortalece.

Primacía del sonido

Aún más estridentes resultan las contradicciones del Nietzsche compositor, en parte porque la mediocre calidad de sus partituras no admite atenuantes («Es lo más desagradable y antimusical que he visto en mucho tiempo», escribe Hans von Bülow a propósito de su Manfred Meditation). El mismo Nietzsche que predica el desprecio a la música romántica («enervante», «blanda», «afeminada») practica en sus piezas un estilo Biedermeier de lo más convencional y burgués. El mismo que postula la primacía absoluta del sonido sobre la palabra se dedica fundamentalmente a escribir canciones.

«Quizá no haya habido otro filósofo más musical que yo, con tal grado y fundamento», afirmaba con orgullo Nietzsche. Es el de Nietzsche un pensamiento que aspira a un declinarse según modalidades parecidas a las musicales. Así habló Zaratustra está concebido en cuatro partes, a la manera de una sinfonía clásica. La cuarta parte de Más allá del bien y del mal se titula «Sentencias e interludios». La propia escritura dispersa en fragmentos que caracteriza muchos de sus textos obliga, en palabras de Blas Matamoro, «a leer los blancos y los silencios tanto como las “sonoridades” intermedias».

Una de las condiciones paradójicas de la prosa de Nietzsche es la de utilizar la palabra y al mismo tiempo contemplar su ineficacia. La lógica de la contradicción, tan propia de su pensamiento, promueve un mecanismo de desarticulación del discurso en donde el «qué» importa menos que el «cómo»; el ritmo se impone sobre el contenido. Nietzsche no busca demostrar o convencer. Su objetivo es provocar, conmover, seducir, emocionar.

«A Nietzsche hay que solfearlo», afirma con acierto Matamoro y en esta aseveración reside una de las intuiciones más originales de su libro. A Nietzsche hay que leerlo como si fuera música: degustar sus ritmos, sus modulaciones y sus «disonancias» sin necesidad de resolverlas. Para regocijarse en ellas como ante una partitura, hasta que el silencio las disuelva. Con estilo fluido y esencial, salpicado por algún toque de humor, Matamoro traza en Nietzsche y la música las líneas maestras de este camino, cuyas encrucijadas se multiplican a medida que uno se sumerge en ellas.

Nietzsche y la música

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