La Tate Britain inaugura hoy una exposición con los discutidos cuadros crepusculares del genio del paisajismo decimonónico, hoy saludado como el primer moderno

¿Buscaba intencionadamente algo nuevo, o simplemente había chocheado? Joseph Mallord William Turner (Londres, 1775-1851) era el número uno. Miembro de la Royal Academy desde los 24 años, todo un hito para el hijo de un barbero. Una gloria nacional. «El más grande de su era», en palabras de su respetado apologista, John Ruskin, el santón de la crítica victoriana. Pero en sus últimos años algo había cambiado. El detallismo de antaño del maestro se había volatilizado. Manchurrones de color difusos, fogonazos de luz, óleos de apariencia inacabada, o tal vez directamente sin terminar.

A los 67 años, nueve antes de su muerte, el genio del romanticismo, el viajero perpetuo, pinta «Entierro en el mar». El barco es una sombra negra, partida por un lamparón de color. El público victoriano titubea. Cuando Bob Dylan se apeó del pedestal de profeta y lanzó «Self portait», un disco melódico y menor, Greil Marcus firmó una crítica que ha hecho historia. Arrancaba así: «¿Qué es esta mierda?». Tal era el estado de ánimo de Ruskin ante el nuevo y desaliñado Turner. Hasta expresó su preocupación por si tan extrañas pinturas no serían indicios plausibles de «una enfermedad mental».

A los sesenta años, el siempre misterioso, asocial y secretista J.M.W. Turner era realmente un poema: cataratas, diabetes, se expandía con la botella y acusaba los efectos tóxicos de tantos años respirando los vapores de sus pinturas. El veredicto del público era que la mano le temblaba, la vista le fallaba y la cabeza se le iba. Los antecedentes tampoco eran alentadores. Su padre, el barbero, se convirtió en marchante y asistente de su hijo y vivió con él hasta su muerte (la leyenda cuenta que cuando Turner tenía 10 años, su progenitor ya ganaba un dinerillo vendiendo los dibujos del rapaz a los clientes de la barbería). Pero su madre murió en un manicomio y de ella heredó Turner una mirada oblicua, de una difícil intensidad.

La muestra reúne 180 obras

Pero el tiempo ha dictado su veredicto. Hoy aquellos cuadros del invierno del artista pasan por ser la puerta de la modernidad y Turner es celebrado como el primer moderno. La Tate Britain, la maravillosa pinacoteca a orillas del Támesis, que ocupa el solar que antaño albergó la cárcel de Millbank, inaugura hoy la espectacular exposición «El último Turner». Son 180 cuadros del pintor de la luz, repartidos en seis salas, y con algunos objetos personales del maestro, como su paleta y las gafas con las que batalló contra la presbicia y las cataratas. La muestra permanecerá hasta el 25 de enero y visitarla cuesta 18 euros. De Londres viajará al Museo Young de San Francisco y el próximo año, al Getty de Los Ángeles. La Tate Britain y Turner son viejos compañeros. Allí se ha atesorado el grueso de su obra, a veces con contratiempos. En 1928 una crecida del Támesis inundó los sótanos y parte de los cuadros fueron puestos a buen recaudo en el British Museum. El edificio tampoco fue ajeno a los bombardeos de Hitler.

En la muestra no faltan los temas históricos, mitológicos y bíblicos, tan queridos por el creador. Pero el clímax son sus lienzos y dibujos más libérrimos, cuando su mano vuela y la realidad adopta contornos difusos, que paradójicamente la vuelven más contemporánea a nuestros ojos. Cuadros como «Lluvia, vapor y velocidad» (1844), que capta el vértigo asombrado del autor ante el paso de una de las primeras locomotoras. O su visión, fechada en 1835, del incendio que devastó la Cámara de los Lores y los Comunes.

El mejor bocado del festín

Especialmente enigmáticos, y tal vez el mejor bocado del festín, son los cuadros de formas octogonales o redondas, que han llevado a algún crítico inglés con alma lírica a decir que «el relámpago de los dioses estalla en la Tate Britain». Sí estalló, desde luego, en la retina de muchos maestros contemporáneos. Es un lugar común decir que Turner es el padre de los impresionistas, que lo fusilaron al detalle. Pero también viene siendo el tío abuelo de Rothko o de Cy Twombly. De hecho, Rothko reconoció su deuda y en 1970 entregó a la Tate como homenaje a Turner su «Seagram Mural», hoy en la concurrida Tate Modern, donde, a diferencia de su hermana mayor, seguramente se acude más a ver el edificio que la obra que alberga.

Turner, viajero impenitente en busca de sensaciones, pescador de paisajes en Suiza, Italia, Alemania y todo el Reino Unido, acudió en sus días finales a echarle un último ojo a su fantasmagórica Venecia. Viajó en compañía del también pintor William Callow. Se fumaron un gran puro en una góndola, bebieron suave vino latino y pintaron codo a codo. «Me sentí avergonzado viendo trabajar tan duro a un hombre de su edad», anotaría Callow. Turner murió rico y famoso en su mansión de Chelsea, amancebado con su ama de llaves y envuelto, como siempre, en el misterio. Donó su fortuna (140.000 libras de la época) a un hospicio para artistas fracasados. Fue enterrado en la catedral de San Pablo. Que se sepa, allí sigue.

Fuente: ABC

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